APROXIMACIÓN A LA COMPRENSIÓN DE LAVIOLENCIA FILIO-PARENTAL. 

Artículo elaborado con una compañera de la Universidad de Concepcion

Esther Claver Turiégano. Universidad de Zaragoza, España. Departamento de Psicología y Sociología. escatu@unizar.es

Nieves Schade. Universidad de Concepción, Chile. Departamento de Psicología. nschade@udec.cl


RESUMEN

Una aproximación al fenómeno de la violencia filio-parental, supone un intento de dar explicación a su origen de manera que al entender su proceso, se puedan diseñar métodos de intervención que respondan a las necesidades específicas de las familias que lo sufren. En este artículo se pretende dar respuesta a esta incógnita desde un punto de vista sistémico, partiendo del concepto de circularidad como eje principal del proceso de violencia. Se dan también algunas pautas de intervención derivadas de esta conceptualización.  

 

ABSTRACT

An approach to the phenomenon of filio-parental violence, is an attempt to give an explanation for its origin so as to understand their process, they can design intervention methods that meet the specific needs of families who suffer. This article aims to answer this mystery from a systemic point of view, based on the concept of circularity as the main axis of the process of violence. Some guidelines for intervention derived from this conceptualization are also given.

 

Palabras clave

Adolescencia, violencia filio-parental, circularidad, familia.

Key words

Adolescencefilio-parental violence,circularityfamily.

 

INTRODUCCIÓN

Según datos de la OMS (2014), casi dos millones de personas mueren a causa de la violencia y muchas más quedan con secuelas graves, lo que supone una importante carga económica para los diferentes países. Un  porcentaje cada vez más elevado de dicha violencia se da en el seno de la familia, y más concretamente en forma de violencia filio-parental (la ejercida por parte de un hijo o hija hacia sus progenitores). En Chile, por ejemplo, un 42,2% de las sanciones judiciales impuestas a menores de edad tienen relación con algún tipo de violencia, aunque sólo un 0,11% de las mismas sean reconocidas como violencia intrafamiliar y/o parricidio (Boletín estadístico de niños (as) y adolescentes infractores, 2013). En España los datos obtenidos son muy similares: un 41,8% de los delitos cometidos por los menores españoles están relacionados con algún tipo de violencia (INE, 2012). En el año 2009 hubo 3.088 denuncias de padres a hijos, según datos de la Fiscalía General del Estado en España[1]. En esta misma fuente se alerta sobre este problema diciendo que desborda las competencias judiciales (p. 927): 

El maltrato de ascendientes por sus hijos o nietos, mayores y menores de edad, constituye un problema objeto de un especial trata­miento en las Memorias de las Fiscalías. Se aprecia en general un porcentaje elevado de casos de agresiones a los padres o abuelos y, en un gran número de ocasiones, se identifica como origen del problema el padecimiento de psicopatologías o consumo de sustancias estupefa­cientes o alcohol por parte del agresor. 

 

El Diario de Sevilla, en su edición digital del día 4 de agosto de 2015, pone de manifiesto que en el último informe del Defensor del Menor español se pone de manifiesto que ha habido un aumento de un 60% en los casos de violencia filioparental en España. 

Este fenómeno ha seguido una evolución social parecida al resto de tipos de violencia intrafamiliar respecto a su ocultación por parte de las familias hasta que las situaciones se ven desbordadas y se pide ayuda institucional. Se convierte posteriormente en un problema social que se aborda desde las instituciones públicas implicadas (Alonso  y  Castellanos, 2006). No se aborda en las investigaciones hasta hace unos pocos años, aunque ya en los años 50 aparecía en algunas investigaciones (Aroca-Montolío, Lorenzo-Moledo, Miró-Pérez, 2013)

 

Caracterìsticas de la violencia filio-parental

La violencia filio-parental se define como “el conjunto de conductas reiteradas de agresiones físicas, verbales o no verbales dirigida a los padres o a los adultos que ocupan su lugar” (Pereira, 2009 p. 2).Pueden darse varias formas de maltrato: maltrato físico (golpes, ruptura de cosas), psicológico (intimidaciones), emocional (chantajes emocionales, mentiras…) o financiero (robos, compras irracionales…) y dichos maltratos no tienen como única causa por el consumo de drogas, trastornos mentales, discapacidad intelectual, conductas defensivas o «retaliación»(Pereira, 2006; Ibade, Jaureguizar, Díaz, 2007), sino que son conductas conscientes y reiteradas con intención de hacer daño (Aroca-Montolío, Lorenzo-Moledo y Miró-Pérez, 2013)

La violencia es una conducta aprendida y por tanto modificable (Alonso y  Castellanos, 2006; Pereira, Bertino, 2009; Jimenez- Bautista, 2012), a diferencia de la agresividad que haría referencia a conductas innatas de adaptación al medio y que van dirigidas a la supervivencia. La agresividad se convierte en violencia cuando es intencionada y aprendida (Estalayo, 2011).

En cuanto a la edad de los y las agresores y agresoras, las investigaciones revisadas muestran datos contradictorios, variando en un rango de edad de entre los 10 y los 18 años (Ibade, Jaureguizar, 2011; Aroca-Montolío, Lorenzo-Moledo, y Miró-Pérez, 2013). Poniendo el foco en el género de los agresores, los datos también son contradictorios, ya que unos autores defienden que son mayoritariamente varones(Ibade, Jaureguizar, 2011) y otros que son mujeres (Aroca-Montolío, Lorenzo-Moledo y Miró-Pérez, 2013).El consumo de tóxicos y ciertas psicopatologías también se han relacionado con la violencia filio-parental en todos los estudios referenciados en el presente trabajo, aunque al tratarse de conductas derivadas más de aspectos “externos” que de la voluntariedad del individuo, no podría considerarse violencia filio-parental según la concepción actual de la misma(Pereira y Bertino, 2009; Pereira, 2011; Ibade, Jaureguizar, 2011; Aroca-Montolío, Lorenzo-Moledo, y Miró-Pérez, 2013). 

Los y las agresores y agresoras provienen normalmente de ambientes “normalizados”, de cualquier nivel sociocultural y se comportan violentamente en general pero a veces casi exclusivamente en el ámbito familiar (PereirayBertino, 2009). En cuanto a las características de las víctimas, una vez más los resultados a veces son contradictorios (Ibade, Jaureguizar, 2011) por lo que no se puede decir si son las madres las mayoritariamente agredidas (Pereira, 2011; Aroca-Montolío, Lorenzo-Moledo y Miró-Pérez, 2013) o si por el contrario lo son los padres (Peek, Fischer y Kidwell,1985 en Ibade y Jaureguizar, 2011p. 266).

 

Factores asociados al origen de la violencia filio-parental 

Existe mayor consenso en cuanto al tipo de modelo educativo que prevalece en las familias donde se da este tipo de violencia. Así, son factores de riesgo los patrones de disciplina coercitivos y contradictorios los patrones de socialización seguidos por padres y madres tanto muy negligentes como muy  autoritarios (Alonso y  Castellanos, 2006; Gámez-Guadix, Jaureguizar,  Almendros, Carrobles, 2012;Aroca-Montolío, Lorenzo-Moledo, y Miró-Pérez, 2013). Además, este factor de riesgo se ve empeorado cuando los estilos educativos del padre y de la madre no coinciden (Aroca-Montolío, Cánovas, Alba, 2012). En definitiva, la percepción de falta de amor por parte de los hijos e hijas es el factor de riesgo común a estos estilos educativos, percepción que inevitablemente hace que su autoestima sea previsiblemente baja (Ibabe, Jaureguizar y Díaz, 2009; Pereira, 2011; Aroca-Montolío, Lorenzo-Moledo, y Miró-Pérez, 2013).Además, esta asimetría en los apegos genera dificultades de autonomía en los y las adolescentes en un momento de su ciclo vital en el que precisamente es esa autonomía lo que persiguen.

Junto a estos factores individuales y familiares, no han de olvidarse los factores socioeducativos que acompañan a esta problemática. Así, este tipo de problemática se ve favorecida por cuestiones como el aumento del número de familias con sólo un hijo o hija, el aumento de la edad de paternidad, la incorporación de la mujer al mundo laboral y los modelos educativos basados más en la recompensa que en la sanción. Todo ello  ha favorecido el paso de anteriores sistemas autoritarios a los actuales sistemas más democráticos, en los que no parece que se haya llegado a un punto medio entre el extremo control y la ausencia casi total de autoridad. Al mismo tiempo, se ha judicializado en extremo la problemática familiar (Pereira y Bertino, 2009). En el sistema judicial se parte de presupuestos lineales (víctima-verdugo) en vez de ver el problema como un proceso sistémico circular donde todos interactúan en forma circular (Pereira, 2011), por lo que es difícil hacer intervenciones que devuelvan la autoridad a  las figuras parentales en vez de dar soluciones sustitutivas que poco o nada favorecen el empoderamiento parental. Otros factores sociales implicados en este tipo de violencia pueden ser los derivados de las características de los diferentes tipos de familias que la sociedad actual produce, como las familias inmigrantes que se separan de sus hijos durante años para luego volver a reencontrarse teniendo que  reinstaurar modelos educativos en un nuevo contexto social, en ocasiones nada coincidente con el de partida (Llamazares, Vázquez,  y Zuñeda, 2013) o las familias monoparentales en las que se dan la mayoría de los casos, según los datos estadísticos (Aroca-Montolío, Lorenzo-Moledo y Miró-Pérez, 2013). 

Mención aparte precisan las familias adoptantes en las que los propios temores y dudas derivadas de la falta de paternidad biológica respecto al niño o niña hacen que los padres y madres se vean más influidos por los chantajes emocionales de los hijos del tipo “no eres mi padre, no tengo por qué quererte” (Femenía y Muñoz, 2010) y donde se producen en ocasiones secretos u ocultaciones de las historias personales y familiares anteriores a la adopción, lo que genera dificultades relacionales específicas.[2]

 

Modelos explicativos

A continuación se procede a dar explicación al fenómeno de la violencia filio-parental partiendo de diferentes modelos teóricos que dan respuesta al inicio y establecimiento de dicho fenómeno.

Generalmente la violencia filio-parental se va generando poco a poco, teniendo su inicio en algún intento por parte del hijo o hija de ejercer el poder y el control sobre los progenitores. Si este intento tiene éxito, las relaciones de poder se invierten (Pascual, 2013). 

A medida que se agrava la situación de violencia, los progenitores cambian sus estilos educativos, siendo más permisivos conforme se dan cuenta de que el estilo coercitivo agrava la situación. (Aroca-Montolío, Cánovas, Alba, 2012). Pero el agresor o agresora no parece reaccionar positivamente ante el gesto conciliador de sus padres al no entender que sea la conciliación su objetivo sino la sumisión, por lo que en consecuencia aumentan sus exigencias. Ante esta reacción los padres vuelven a un modelo coercitivo, demostrando hostilidad, lo que genera en el o la menor nuevas conductas violentas entrando en un círculo vicioso de escalada violenta sin fin, donde están presentes episodios de chantajes emocionales por ambas partes y donde la hostilidad aumenta exponencialmente (Aroca-Montolío, Lorenzo-Moledo, Miró-Pérez, 2013). Este proceso puede mantenerse en el tiempo y llegarse a una situación donde la violencia forma parte intrínseca en las interacciones intrafamiliares, de manera que el agresor puede ser a su vez víctima(Aroca-Montolío, Bellver, 2012). Este círculo de violencia puede estar precedido de un conflicto conyugal no resuelto donde el hijo o hija ha sido incluido de manera que éste forma parte del conflicto, viéndose obligado a tomar parte y aliarse con uno de los cónyuges, generándose una situación que lleva al hijo o la hija a ver obstaculizados sus intentos de autonomía e individualización, tal y como se ha dicho más arriba en relación a la percepción de falta de afecto (Pereira y Bertino, 2009). 

La conducta violenta se mantiene conforme el niño o niña va consiguiendo su meta de tener el control y el poder en la familia a través de dicha conducta. Este proceso se explica a través de conceptos como el de “autoeficacia” de Bandura (Bandura y Aldekoa, 1999) que parte del supuesto de que la percepción de uno mismo como capaz de actuar cumple un papel fundamental tanto en las decisiones de actuar, como en los pensamientos y sentimientos relacionados con dichas acciones.

 

Teoría de la conducta Planificada 

La Teoría de la Conducta Planificada formulada por Icek Ajzen (1991), sostiene que una conducta se inicia y se mantiene según la interacción de la actitud hacia la realización de dicha conducta que tenga la persona, de la percepción de control que tiene sobre dicha conducta y de la influencia del entorno que sea favorable a la aparición de dicha conducta (Ajzen, 2011).

Se analiza a continuación más detalladamente este proceso. Se entiende por Conducta, la acción que se realiza para conseguir un determinado objetivo, en el caso que nos ocupa, la conducta violenta es la elegida por el niño o niña como medio para lograr su objetivo de control y poder dentro de la familia . La Intención predice la conducta, es la disposición de la persona a realizar la conducta, en nuestro caso, la predisposición a la agresividad que ya posee el niño (a causa de los diferentes factores ya especificados como consumo de drogas, aprendizaje de la conducta violenta…). La Intención está determinada por la Actitud hacia el Comportamiento, la Norma Subjetiva y el Control Conductual Percibido. La Actitud supone una valoración de la conducta. Está determinada por las Creencias Conductuales (creencia sobre la probabilidad de que la conducta produzca un resultado) y las Evaluaciones de los Resultados, es decir, la Actitud hacia una conducta se crea a partir de lo que se cree acerca de las consecuencias de la conducta y la evaluación positiva o negativa resultante. Por tanto, si el adolescente cree que la violencia dará como resultado la sumisión de sus progenitores y no cree que tenga ninguna consecuencia negativa por el hecho de agredir, su actitud hacia la agresión será alta.

 

La Norma Subjetiva es la presión social de los referentes importantes que la persona percibe que tienen hacia la realización o no de la conducta. Se determina entonces por las Creencias Normativas y sus respectivas Evaluaciones de Resultados, es decir, si el ambiente en el que él o la adolescente vive es favorable a la violencia, ya sea porque efectivamente no sufre consecuencias negativas por ejercerla, o porque tanto la familia como el grupo de iguales acepta tal violencia como forma de comunicación (Aroca-Montolío, Bellver y Alba, 2012), sentirá que la conducta violenta forma parte de su protocolo habitual de relación con los demás. El Control Conductual Percibido es la percepción sobre la facilidad o dificultad de llevar a cabo la conducta. Vendrá delimitado por la Frecuencia o probabilidad de ocurrencia y la Percepción Subjetiva de la fuerza del factor para facilitar o inhibir la conducta (oportunidades de llevar a cabo la conducta), por tanto, habrá más probabilidades de que la conducta violenta se repita cuantas más veces se produzca y más oportunidades se tenga para ejercerla. La Creencia de Control es el antecedente del Control Conductual Percibido. Incluye tanto factores de control internos como externos. Puede basarse tanto en la experiencia anterior con la conducta como en las experiencias de otras personas. La Percepción de Control puede sustituir al Control real sobre la conducta, por lo que servirá de predictivo sobre la ocurrencia o no de la conducta (Giménez, 2011), aspecto a tener en cuenta a la hora de diseñar intervenciones en familias donde este proceso de violencia se presente.

En el caso de los progenitores, se produce el mismo proceso respecto a la conducta de inhibición o sumisión.

Las creencias sobre la conducta violenta de su hijo o hija están cargadas de falsas normalizaciones y de temores acerca de las consecuencias que tiene el adoptar respuestas más contundentes conducentes a la extinción de la conducta violenta en el hijo o hija. Estas creencias favorecen una actitud de sumisión y de pasividad que se verá enriquecida por las consecuencias derivadas de la misma, ya que efectivamente, al no actuar para recuperar su posición de poder, estas madres y padres mantienen la situación bajo un aparente control de cara al exterior de forma que no dan una imagen de “familia con problemas”. Esta situación a la vez les hace sentir una falsa sensación de control, el que perderían en el caso de enfrentarse a la situación ya que la escalada de violencia podría aumentar. 

Una vez instaurado el proceso y retroalimentado de esta manera, las consecuencias tanto para agresores como para agredidos son de aislamiento cada vez mayor de los miembros del sistema familiar entre sí y con el exterior (Pereira y Bertino, 2009).

Introduciendo el aspecto de reciprocidad y circularidad derivado de la Teoría General de Sistemas, se avanza un paso más hacia el esclarecimiento de cuál es el proceso completo de funcionamiento de la conducta violenta de hijos a padres. Así, lo que provoca que se inicie todo el proceso de creencias e intención conductual, se encuentra en lo que ya se ha descrito anteriormente sobre la necesidad de autonomía del hijo o hija adolescente debida, por ejemplo, a su excesiva “fusión” con uno de sus progenitores (Pereira, 2011). La necesidad de autonomía e individuación que posee el o la adolescentes, por la causa que sea (ciclo vital, triangulación parental, etc.) le lleva, como se ha dicho a iniciar algún tipo de conducta para conseguirlo, elige la violenta, la pone en marcha y como resultado no sólo obtiene la autonomía sino también el control y el poder, lo que retroalimenta muy positivamente la conducta y por tanto la favorece. Por su parte, el o los progenitores precisan sentir que su parentalidad es exitosa, tanto a nivel interno familiar como externo social, lo que inicia su propio proceso de intento de equilibrio familiar y por tanto, su contribución al mantenimiento de la conducta del agresor. 

Evidentemente, la autonomía que precisa el hijo o hija no es compatible con la necesidad de cercanía de padres y madres por lo que el conflicto se ve propiciado. Sin embargo, la sensación de poder del hijo o hija con la necesidad de apariencia de normalidad de los progenitores sí lo es, lo que contribuye aún más al mantenimiento del círculo violento.  

Los autores analizados coinciden en concluir que el resultado de todo este proceso es que estas familias presentan difusión de límites (jerarquía no establecida o mal instaurada), negación de la realidad (mitos y secretos dirigidos a ocultar el hecho de la violencia), progresivo aislamiento social de la familia con el fin de mantener “el secreto” a salvo y  dependencia afectiva desmedida de uno de los progenitores con el hijo o hija agresor, lo que dirige al conflicto cuando uno de ellos reivindica su autonomía (Pereira y Bertino, 2009; Pereira, 2011).

 

Modelo Sistémico 

Si se considera la familia como un sistema humano, se entiende que ésta funciona como tal y por tanto, responde a las leyes de la Teoría General de Sistemas (Bertalanffy, 1969). La familia entonces se considera un sistema dinámico de comunicaciones recíprocas en el que sus miembros se ven afectados y afectan a su vez a dichas transacciones comunicacionales cuyo objetivo es el mantenimiento del equilibrio familiar. Para entender el funcionamiento familiar será necesario entonces analizar sus transacciones comunicacionales, su estructura interna, sus reglas de funcionamiento y  sus subsistemas (Ríos, 1994).

Se hace referencia aquí a lo que ha generado el ambiente propicio para la aparición de la conducta violenta y su posterior establecimiento. Se ha hablado de que una de las causas más comunes es un conflicto no resuelto, en el que el hijo o hija se ha visto inmerso. Dicho conflicto ha generado tanto la difusión de la jerarquía familiar, a través de la ruptura de límites entre los subsistemas, como incluso una triangulación perversa del o la menor, en el que las alianzas y traiciones veladas o expresas hacen que el ambiente familiar se vea enrarecido y que sus miembros no consigan encontrar en el seno familiar la seguridad y aceptación incondicional que deberían. 

Una de las propiedades de los sistemas que más repercusiones tiene en el proceso de violencia, relacionada con la  causalidad circular, es que cualquier variación de un elemento del sistema afecta necesariamente a los demás y como consecuencia de un mecanismo de retroalimentación, la modificación que se produce, termina por afectar  al sistema familiar completo.

Interesa pues el proceso de violencia, cómo se configura la circularidad de la conducta violenta como medio de relación y comunicación familiar y cómo se establece dicha circularidad estancando todos los sistemas relacionales alternativos y dejando a la familia incapaz de modificar sus estilos relacionales (Estalayo, 2011). 

Otra de las propiedades de los sistemas tiene que ver con la importancia de entender el contenido y el proceso en los sistemas. Consiste en asumir que la interacción que se produce entre personas (conducta, significados) responde a patrones o pautas (procesos) que se repiten en situaciones o temas diferentes (contenido). Por ejemplo: Un hijo de 15 años va mal en los estudios, es rebelde y ejerce violencia hacia sus padres. Del análisis que se hace de la entrevista resulta una hipótesis de proceso en que la madre intenta enderezar la conducta de su hijo razonando con él y amenazándolo con castigos que nunca lleva a cabo y repite dicha pauta en todas las ocasiones. 

En terapia sistémica se trabaja en el presente, es decir, el supuesto básico es que si el problema con el que acuden las familias se da en el presente, se considera que el patrón que lo mantiene se sigue produciendo en la actualidad.

Por otro lado, el Menthal Researh Institute (MRI) (Fisch, Weakland y Segal, 1982) pone el acento en que el terapeuta ha de sondear los intentos de solución del problema que la familia está generando (y han resultado ineficaces) y construir hipótesis de cómo dichos intentos colaboran para mantener el problema. Estos intentos podrían agruparse según denominadores comunes que ofrecerán pistas sobre cómo intervenir de forma que se interrumpa la interacción problema-solución que está resultando ineficaz. Por ejemplo, uno de los intentos de solución que la mayoría de padres y madres ponen en marcha es el intentar conseguir sumisión del hijo o hija mediante una exageración de su poder, es decir, mediante la oposición expresada en amenazas y sanciones que en realidad no quieren o no pueden cumplir. Así el o la hijo o hija aprende a manejar a sus padres. 

En palabras de Paul Watzlavick (1989) “En la vida sucede algo muy curioso, cuando una cosa no ha dado el resultado esperado, todos nosotros, hombres y animales, aplicamos la receta de la infelicidad, que prescribe una cantidad cada vez mayor de aquello que no surtió efecto” 

Como se ha dicho, mención aparte precisan las familias adoptantes, ya que en ocasiones el desencadenante de la violencia no es precisamente el deseo de poder, o al menos no únicamente, sino otros factores como la urgencia de creación de vínculos afectivos, que al no satisfacerse, genera reacciones agresivas en los niños y niñas adoptados o el alejamiento afectivo que suponen las “sombras”[3] que se ciernen sobre esta familia derivadas de los secretos acerca de sus sentimientos y realidades. Así, si la historia anterior no se afronta y analiza en su justa medida, puede desembocar en conflictos como la no aceptación de ciertas conductas, por adscribirse su causa a ese “pasado” o el crearse expectativas ocultas y frecuentemente erróneas tanto en la familia adoptiva como en la biológica. Como acertadamente indican Hernández y Relvás (2011) “Desde el punto de vista relacional, el obligar a un niño o niña al que supuestamente se le entrega el amor cotidiano, a vivir separado de sí, es una paradoja “cruel” donde una de las partes paga un muy alto precio”.

Además, la construcción de la propia identidad sigue el mismo proceso que en adolescentes no adoptados, pero con grandes matices ya que el adoptado tiene dos familias. El lograrlo, una vez más, dependerá de que su historia personal haya sido y sea debidamente abordada de manera que su identidad como adoptado forme parte de su historia de una forma armónica y coherente (Brodzinsky, Schechter y Marantz, 2011)

 

Intervención

La metodología de  intervención en casos de violencia filio-parental no es un tema demasiado investigado todavía[4]. De momento, las soluciones que desde las Instituciones Públicas se le ofrecen a las familias pasan en la mayoría de las ocasiones por la judicialización del caso, lo que normalmente no satisface a las familias y muchas agresiones queden sin salir a la luz y por tanto sin posibilidad de ayuda. La medida judicial que se adopta por lo general es la separación física de los miembros de la familia, internando al menor en un centro de protección o imponiendo órdenes de alejamiento que terminan por incumplirse, ya que las familias lo que precisan es la transformación de un tipo de relación dolorosa e inadecuada en otra más adaptada a sus necesidades tanto familiares como individuales. 

Es obvio que para solucionar el problema es imprescindible el trabajo con la familia (Pereira, Bertino, Romero y Llorente, 2006). Cuando tenemos la oportunidad de trabajar en este sentido, nos encontramos con una familia que presenta uno o varias de las siguientes realidades:

  • Un conflicto conyugal latente o presente, pasado o actual que ha absorbido al o la menor derivando tanto en una difusión de límites entre los subsistemas como en una triangulación patológica entre uno de los progenitores y el hijo o hija.

  • Un proceso de escalada violenta en forma de círculo vicioso tal y como se ha descrito en los anteriores apartados.

  • Trastornos derivados del mantenimiento en el tiempo de la situación: aislamiento familiar, trastornos depresivos…

Aunque en la práctica todos estos aspectos han de abordarse a la vez, para mayor claridad en la exposición, se describen los objetivos de la intervención por separado para cada uno de los aspectos citados.

En cuanto a la difusión de límites y la triangulación

El restablecimiento de límites pasa ineludiblemente por un reempoderamiento del subsistema familiar, lo que exige un trabajo previo sobre los posibles conflictos de pareja pasados y presentes. Una vez hecho esto y quedada clara la posición que el hijo o hija ha tomado en dicho conflicto, se pasa a desarmar la triangulación establecida de manera que el o la menor quede libre de responsabilidades afectivas que nada tienen que ver con su momento evolutivo actual. 

Tal y como recomienda el MRI, para reforzar este establecimiento de límites, una estrategia puede ser citar antes a los padres.  El terapeuta reestructura la relación padres-hijos de forma que les permita asumir una actitud de inferioridad al mismo tiempo que ocupan una posición de autoridad (Fish et al, 1982)

 En cuanto a la circularidad de la conducta violenta

Es imprescindible que desde el primer momento de la intervención terapéutica todos y cada uno de los miembros del sistema familiar se sientan responsables, víctimas y victimarios de este círculo vicioso violento en el que se ha convertido su vida familiar. Se han de poner al descubierto tanto las Creencias previas como la Norma Subjetiva que sobre la conducta violenta tiene cada miembro, las que dependerán, como se ha dicho, de muchos factores dependientes del pasado y el presente de la familia. Esto llevará a renarrar la historia familiar en unos términos más realistas y alejados de las construcciones posteriores. Dentro de esta estrategia se puede hablar de “externalización” del problema, sobre todo cuando es muy difícil que la familia acepte el proceso terapéutico en términos de cambio. Se habla de la violencia como un estilo de vida o como una pauta de conducta o bien se le objetiva como un “tirano opresor” (Selekman, 1996)

Quizá este ejercicio narrativo por sí mismo baste para rebajar el Control percibido que sustenta la circularidad, ya que, como se ha dicho, si asumimos los preceptos de la Teoría de la Conducta Planificada de Ajzen, la Percepción de Control puede sustituir al Control real sobre la conducta (Giménez, 2011). La función terapéutica por tanto, ha de incidir en la disminución de dicha percepción de control. 

Una vez sondeadas las creencias previas y la Norma Subjetiva se ha de trabajar sobre su contenido, bien de forma conjunta o bien individualmente, para que cada miembro del sistema familiar logre variar dichas creencias o adaptarlas de manera que la conducta violenta deje de cumplir una función válida para la consecución de los objetivos individuales y la cohesión familiar. En otras palabras y partiendo del caso más frecuente, si el adolescente puede lograr su autonomía y los padres recuperan su valía como tales, mediante la generación de respuestas alternativas, la violencia dejará de ser funcional para dar paso a conductas alternativas. No obstante, esto no ocurrirá a menos, como se ha dicho, de que la circularidad se rompa a través de la disminución de la percepción de control. 

Por otra parte, se han de sondear los intentos fallidos de solución del problema de la familia para descubrir cómo dichos intentos colaboran para mantener el problema. Se ha de interrumpir la interacción problema-solución que está resultando ineficaz y que al fin y al cabo ha generado un círculo vicioso. Específicamente en los casos de violencia filioparental este círculo se conforma con la sumisión mediante oposición, tal y como se explica en el anterior apartado.

 En cuanto a los trastornos derivados de la situación

Dependiendo del tiempo de instauración y la frecuencia de los episodios violentos, la familia estará más o menos dañada. Habrá entonces que dar respuesta a los daños individuales y paliar sus consecuencias a través de intervenciones específicas en forma de terapias individuales o grupos de autoayuda, grupos basados en modelos psicoeducativos, etc. Aunque este apartado desborda el objetivo del presente artículo, se deja constancia de la importancia a la hora de llevar a cabo una intervención integral en casos de violencia filio-parental. 

 Aplicación a un caso

Luisa (54 años, ama de casa) y Dany (17 años, estudiante) madre el hijo, acuden al centro derivados por la asociación de personas con discapacidad a la que pertenecen por tener en su familia un miembro con autismo (Simón, 12 años, hijo pequeño de Luisa y su exmarido, Daniel, de 57 años, ganadero). Luisa es la pequeña de dos hermanos. Su madre murió cuando ella tenía 5 años, momento en el que se fueron a vivir con una hermana de su padre. Refiere que pasó a ser “la esclava” de la familia porque su tía le hacía trabajar para todos. Cuando cumplió 20 años se casó con Daniel y se fue a vivir con él, según ella esperando verse liberada de la presión familiar, aunque sin éxito ya que su padre y hermano vivían prácticamente con la pareja ya que comían y cenaban en su casa y sólo se iban para dormir o trabajar. Cuando su padre murió, su hermano, Jaime (62 años), enfermo de diabetes y con muchos problemas de hospitalizaciones, se instaló definitivamente con ellos. Años después se separó de su marido y más tarde ingresó a Simón en una residencia. Refiere que nunca ha exigido a Dany que se hiciera cargo de su hermano porque no quería que se sintiese como ella. También dice estar harta de su hermano y de tener que cuidar de él, lo define (a lo que Dany asiente) como huraño, autoritario, aislado y responsable de los problemas de su enfermedad. No quiere acudir a terapia ni Luisa querría que viniera. Luisa contrata a una chica para que le ayude en las tareas domésticas sobre todo los fines de semana, cuando viene Simón.

El padre de Dany trabaja y vive en un pueblo cercano, tiene ganado y acoge de buen grado a sus hijos, aunque cede ante la insistencia de Luisa de no acudir a terapia ya que “el problema es con ella”. Dany tampoco quiere que acuda porque dice que su madre le va a “comer el coco” y su padre sufre.

Luisa dice que Dany fue un niño “normal” hasta los 14 años, cuando empezó a ir mal académica y conductualmente. Fue entonces cuando empezó a ir con unos chicos del pueblo que fumaban cannabis, se empezó a saltar algunas clases y a contestar mal. Dice que la separación le afectó bastante y que la culpa a ella de haber “echado” a su padre, aunque al preguntarle a Dany lo niega rotundamente. En el momento de la terapia, las relaciones entre madre e hijo están muy deterioradas. Dany dice que quiere irse con su padre pero que éste no le deja hasta que no arregle las cosas con su madre. Madre e hijo solo se relacionan desde la discusión, en ocasiones violenta, la crítica y las descalificaciones mutuas. Luisa, ante las agresiones de Dany, se inhibe y deja que éste se salga con la suya “por evitar males mayores”.

La intervención terapéutica se centra tanto en la triangulación creada entre ambos progenitores y Dany, como en el proceso de escalada violenta en el que entran madre e hijo cuando han de negociar cualquier cosa.

La terapia se centró en un principio en la aparente “desinformación” de Dany respecto a la separación de sus padres, connotando positivamente el hecho de que ambos progenitores mantuvieran alejados a sus hijos del conflicto conyugal, pero recordando a Luisa que Dany “ya no es un niño” y que quizá ahora sí podía por fin explicarle. Pero se sugirió que para que Dany comprendiera toda la amplitud de la cuestión, era necesario que Luisa comenzara la historia por el principio, es decir, por cómo se conocieron y cómo se configuró esta familia. Se optó por hacerlo en sesión de terapia para ir dirigiendo la narración de manera que Dany tomase consciencia de su situación triangulada y que Luisa, a través de la narración, terminase dejando a su hijo fuera de esa situación triangulada. Una vez hecho esto, la intervención pasó a centrarse en el círculo violento entre madre e hijo, poniéndose de manifiesto que Luisa mantenía una forma de actuar que repetía a lo largo de su historia, connotando de nuevo positivamente tanto esta conducta como la de su padre, ambas encaminadas, como siempre a mantener a Dany fuera de sus problemas pero que, al “hacerse mayor” Dany, estos intentos lo que producían en el chico es una sensación de “abandono emocional” por ambas partes. Esta narrativa fue aceptada muy bien por ambos, ya que aceptaba la victimización de Luisa por un lado y el intento de autonomía e independencia de Dany por otro. Se consensuaron formas alternativas de conseguir que Luisa no se sintiera “verdugo” de su hijo y que éste pudiera conseguir su individuación sin llegar a tener conductas disruptivas ni violentas. Se definieron las conductas que se consideraban positivas y aquéllas que debían ser eliminadas, construyendo alternativas a estas últimas y firmando un acuerdo que ambos debían cumplir. Se puso el foco en aquellas conductas que finalmente acababan en actos violentos al retroalimentarse de manera que Dany conseguía su posición de poder y Luisa reafirmaba su condición de víctima en la familia. Además, aprovechando una habilidad innata en Dany, se le encargó la redacción y dibujo de la situación con el fin de que su padre se viera liberado de seguir manteniendo una postura ambivalente. 

Por una parte, se instó a Dany a seguir cultivando ese “don” de la redacción y el dibujo, animándole a inscribirse en un curso de dibujo y a recibir apoyos externos supervisados por su madre, con el fin de ponerse al día en los estudios, cosa que hizo. Luisa, por otra parte, decidió pedirle a su hermano que abandonara su casa y se estableció un sistema de ayuda que no impedía que Luisa percibiera su vida desde una postura más autónoma y no victimizada, pero seguía manteniendo el estatus de dedicación a la familia que Luisa tenía tan interiorizado.

Durante el seguimiento, se constata que los cambios se han estabilizado y no se han vuelto a presentar episodios violentos.

CONCLUSIÓN

Las relaciones familiares son complejas y obedecen a las normas que rigen los sistemas humanos. Conocer y entender el funcionamiento de un sistema familiar concreto, en un espacio y un tiempo específico, es una responsabilidad terapéutica que se ha de asumir al querer enfrentar el problema de la violencia, sea ésta intrafamiliar o de cualquier otro tipo. A través de estas líneas se ha querido dar respuesta a la pregunta de cómo, en la mayoría de los casos, con alguna especificidad como el caso de las familias adoptantes, llegan a instaurarse sistemas relacionales basados en la violencia como pauta comunicacional que a todos los miembros familiares parece dar respuesta. Se ha visto cómo la circularidad está en la base de dicho proceso violento y cómo se construyen cada uno de los peldaños que conducen al estancamiento relacional. Romper la circularidad es imprescindible, a la vez reestructurar los límites ya difusos entre los subsistemas de la familia, devolver la jerarquía y el poder a sus límites adecuados y liberar de cargas desadaptativas a todos los miembros del sistema familiar. Sin olvidar tampoco las intervenciones individuales que reparen los daños infligidos, se recomienda desde aquí el abordaje familiar del problema, responsabilizando del mismo a todos sus componentes ya que la violencia es un fenómeno aprendido que hay que sustituir por otro que consiga iguales resultados individuales sin desmembrar y destruir el sistema familiar.

Mediante este trabajo se ha querido poner de manifiesto la importancia que tiene el tomar consciencia de la necesidad de abordar la problemática de la violencia filioparental desde intervenciones multidisciplinares. Es necesario continuar trabajando en su abordaje desde posturas cada vez más sustentadas en la evidencia científica.

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[1] Memoria de la Fiscalía General de Estado, 2009. En: http://www.fiscal.es

[2] Las autoras agradecen las aportaciones de Julia Hernández Reina sobre la causística en familias adoptantes. 

[3] Parafraseando a Julia Hernández y Ana Paula Relvás (2011)

[4] En España, existe el Centro de Intervención y Formación en violencia filio-parental, Euskarri, que comenzó a funcionar en el año 2005 a iniciativa de un grupo de trabajo formado por diferentes profesionales pertenecientes a la Asociación escuela Vasco-Navarra de Terapia Familiar (www.euskarri.es) a cuyo director, Roberto Pereira se agradecen sus aportaciones a la redacción de este artículo.

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