| Os voy a contar una historia. Corrían finales de los 90 y yo era una joven psicóloga muy ocupada. De repente empezaron a darme unos episodios muy fastidiados. Todo empezó un día en un viaje de trabajo. Empezaron a darme parestesias, que es un hormigueo raro en los brazos. Me fui a urgencias y allí pensaron que podía ser un bajón de potasio, lo que es bastante peligroso. Otra vez me dio conduciendo, un fin de semana en el Hierro, isla a la que iba a bucear con frecuencia. Allí pensaron que era una burbuja de aire en mi sangre. Ahí es nada. Un día, se lo comenté a mi amigo Jorge de Vega, el que me indicó que seguramente serían ataques de pánico, ya que además de las parestesias me daban pensamientos muy chungos. Trastorno de pánico. ¿Sabéis de dónde viene el término? de la leyenda de el dios griego Pan, que se dice que era una especie de monstruo muy feo, que gritaba de repente de forma espeluznante pero que era inofensivo. Así es un ataque de pánico. Horrible, pero inofensivo. Normalmente empieza así “por la cara”, sin avisar y en cualquier situación, como me pasó a mí. El tema es que progresivamente va aumentando la frecuencia y además se empieza a dar no de forma aleatoria sino unido a un determinado estímulo o situación. A mí me pasó que empezó a darme justo cuando me tocaba viajar, lo que hacía con mucha frecuencia. Se estaba fraguando una fobia. Por suerte yo soy psicóloga y me conozco a mí misma. Entonces hice las dos cosas que se han de hacer: Una: aceptar el miedo, ese pánico horrible. Si llega, dejarte llevar porque sabes que al rato se pasa. Dos: tomar una decisión. Seguramente (no siempre) hay algún tema pendiente que no has resuelto. Está en tu pasado, en tu presente o en tu futuro. Yo para lo primero lo que hice fue apuntarme a un viaje de buceo a las Maldivas con unos amigos. 30 horas de vuelo. Lo pasé un poco chungo, pero a la vuelta ya no me volvió a dar. Y para lo segundo, os lo cuento otro día, que todo lo queréis saber |
#ungestocambiatuvida
