Desde que el mundo es mundo, los seres humanos nos empeñamos en mirar a los demás, compararnos y decidir que queremos ser el otro.
Somos, por definición, envidiosos y mitómanos, es lo que hay.
Pero la cosa se complica cuando hacemos muuuchos esfuerzos por ser quien no somos.
Porque empeñarte en adelgazar, en aprender inglés o lo que sea, pues es eso: mejorar, un reto accesible. Pero si te empeñas en cosas que no vas a conseguir… te estás comprando una entrada de primera fila a la depresión más profunda. Como mi admirado colega Victor Amat dice, te vas a sentir una “fucking basura”. Por cierto, os recomiendo seguirle, es la caña.
Tiene que ver con el autoconcepto, evidentemente. Y todo empieza en la adolescencia, cuando el cambio de niños a adultos conlleva la continua pregunta de quién somos. Y para saberlo nos miramos en los demás y nos comparamos. Es inevitable. Y útil. Lo que pasa es que llega un momento en el que ya tenemos que decidir quién somos y aceptarnos. Tenemos que saber qué cosas podemos perfilar y mejorar y qué cosas no. Es decir, me puedo cambiar el color del pelo e ir al gym para conseguir estar más fuerte. Pero si tengo una cadera ancha, la cosa es de huesos, no de músculo, así es que por mucho que adelgace y muscule…seguiré con mi cadera ancha. Entonces lo mejor que puedo hacer es mirar ropa que se ajuste a mi forma y me favorezca. Si tengo la cadera ancha, pues seguro que tengo una cintura de avispa, pues potencia tu cintura y olvida las caderas. Si tengo los ojos bonitos, olvida la nariz, céntrate en los ojos. Y si se me da bien escribir y hablar… no vayas a clases de mates, ve a clases de escritura creativa… ¿me explico?
Pues eso. Invierte tu tiempo en saber cuáles son tus fortalezas en vez de querer parecerte al vecino. Que sí, que tiene un Ferrary, pero no sabes qué miserias hay detrás.
#ungestocambiatuvida