Qué rematadamente difícil es ser joven en estos días.
A todo lo que he dicho ya en otras pildorillas sobre las dificultades relacionales que conlleva el intentar convivir en tiempos de pandemia, se le añaden circunstancias más específicas de la adolescencia.
¿Llegaré mañana a clase o nos confinarán? Y si nos confinan, ¿cómo haremos ese examen que tanto miedo me da? ¿conseguiré no contagiarme? ¿estaré ya contagiado y no lo sé? ¿qué pasa con toda la materia que se supone que debemos estudiar por nuestra cuenta porque no nos la dan los días que no nos toca ir? ¿llegaré bien preparado/a a la selectividad? ¿será verdad eso de que nos espera un futuro muy incierto? ¿no tendré curro aunque estudie mucho?
Tras esa pátina de despreocupación y/o rebeldía que muchos y muchas adolescentes muestran normalmente, pero quizá más estos días, hay emociones que tienen que ver con el miedo. Y el miedo a veces se disfraza de rabia. O de ansiedad. O de tristeza.
Estoy viendo en mi consulta casos de chavales y chavalas muy perdidos. Algunos han perdido su ilusión. Ya no hay “premio” tras una semana de estudio intenso. Solo más estudio y aburrimiento, o pantallas. Otros han perdido la capacidad de concentración, no saben cómo acometer unas tareas académicas que no tienen sentido para ellos. No lo tenían antes. Ahora menos. Hay una parte de ellos y ellas que muestran síntomas claros de ansiedad: falta de aire, lloran por nada, nerviosismo, sensación de pérdida del control de sus emociones y pensamientos…
No es edad para ciertas cosas. No son cerebros preparados para aumentar a estos niveles la incertidumbre. No es edad para temer el contacto social. Cuando más lo necesitan.
Y eso les está pasando factura.
Como digo, veo síntomas compatibles con depresión, crisis de ansiedad, estrés. Cerebros a tope de cortisol que les produce incluso síntomas físicos: tics nerviosos, trastornos gástricos, acné excesivo, estados confusionales, síntomas de agotamiento…
Eso sin contar los que han sufrido alguna pérdida o que ya tenían algún trastorno antes de todo esto. Terrible.
No quiero ser agorera, pero esto, aunque para la mayoría de los adultos vaya a ser algo pasajero que superaremos, para muchos chicos y chicas va a suponer consecuencias irreversibles en su cerebro. La que más me preocupa es la conexión entre corteza prefrontal y amígdala. Es una de las funciones de la adolescencia de cuya consecución depende la adecuada gestión de emociones. Si esta conexión se ve mermada por un exceso de cortisol, serán adultos con alta vulnerabilidad al estrés.
Por eso desde aquí recomiendo a las familias que propicien espacios adecuados para la expresión de emociones, que no confrontéis ni le quitéis hierro. No digáis “venga, no pasa nada”, o “no te permito que me grites”, sino sentaos con ellos e intentar entender qué emoción es la que hay tras una mala conducta o un estallido de ira, o lloros… no es preguntar “qué te pasa” porque no lo saben ni ellos. Se trata de investigar con ellos.
Una chica me decía entre lloros: “qué me espera en el finde…¿mis padres?” se sentía culpable por desear otra cosa. Y es que en la adolescencia los padres y madres ya no pintamos mucho. Necesitan a sus iguales. Y si no pueden tenerlos, hemos de dejarles que usen las pantallas para que contacten. Y también propiciar espacios y tiempos sin control paterno ni materno para que puedan pensar, escuchar música o ver series.
Si les obligas a estar con vosotros, habrá más probabilidades de que haya conflicto. Y si les reprochas que no quieran tu compañía, se sentirán culpables, lo que incrementará su estrés.
Pautas estables en casa, como siempre, intentar que no cambien las rutinas.
Diálogo, intentar que lleguen por sí mismos a regular sus espacios y tiempos.
Y sobre todo: que tengan libertad para expresar sus miedos. Y darles alternativas: si suspendes, lo intentarás de nuevo. Si esto se alarga, buscaremos alternativas. Si el futuro es incierto, vivamos el presente como si no fuera así.
#ungestocambiatuvida